¿Quiénes de vosotros visitaron Roma? Seguramente dieron una vuelta por el Coliseo, ¿verdad? Creo que, si hay algo en este mundo que nos puede empujar a pensar un poco más allá de lo que solemos hacer normalmente esto es el Coliseo.
Frente a él, podríamos percatarnos del hecho de que, por muy grande e imponente que sea, el Coliseo no es más que el rasgo de un imperio que se desvaneció. Es una de las pruebas más tangibles de que el tiempo, tarde o temprano, lo borra todo.
En fin, este monumento tiene el poder de inspirarnos a pensar o, al menos, así debería de ser; pero, ya que la mente humana es imprevisible, puede pasar que, en lugar de dicha inspiración, nazca algo diferente. Os voy a contar una anécdota que se remonta al 2014, para explicaros lo que quiero decir.
El entonces presidente estadounidense, Barack Obama, se fue a Roma para una visita oficial y, obviamente, visitó el Coliseo acompañado por los más altos cargos del Estado y un cortejo de periodistas.
Pues bien, ¿Sabéis cuál fue la conclusión a la que llegó Obama al ver el monumento?
“¡Increíble! ¡Es más grande que un campo de baseball!”
Ahora, ¿Qué nos enseña esta anécdota?
Nos muestra que también las personas más inteligentes y hábiles, como Obama, pueden cometer el error de restar las cosas importantes con pensamientos banales y superficiales. Se trata de un riesgo que está siempre a la vuelta de la esquina y del cual nadie está a salvo.
De todos modos, hay un truco que me gustaría compartir con vosotros y que nos puede ayudar a evitar este error, es decir:
Si a partir de las cosas importantes pueden producirse pensamientos descontados, entrenémonos para ir más allá de lo obvio, acostumbrándonos a observar los objetos más simples de nuestra cotidianidad y, a partir de los mismos, desarrollar argumentos que nos lleven a conclusiones sensatas.
Más que un truco, yo diría que es un hábito que nos permite tener nuestras experiencias en cuenta; como por ejemplo la pérdida de un animal doméstico. Un acontecimiento que muchos de nosotros definiríamos “amargo”, “triste”, “indeseable”. Indudablemente serían afirmaciones verdaderas, tanto verdaderas como banales, superficiales.
Cuando Obama afirmó que el Coliseo “es más grande que un campo de baseball”, dijo la verdad. De hecho, el problema de su afirmación no consistía en su veracidad, sino en su inadecuación frente a la importancia de la situación. Una combinación estridente.
Ahora, estoy seguro que todos valoramos los sentimientos y el significado que conllevan, por lo tanto, en nombre de la pureza que existe en la amistad entre hombre y animal, hemos de tratar de que su pérdida no sea en vano. ¿Cómo?
Reflexionando. Una acción que nos hace más fuertes frente a las inevitables adversidades de la vida.
Entonces, como os decía, vamos a empezar nuestra reflexión desde un objeto simple, como esto:
un gancho de plástico que se interpone entre la ventana y uno de sus quicios para que, mientras esté abierta, un soplo de viento brusco no la haga chocar con fuerza contra la pared, rompiendo el cristal.
Os confieso que, hasta hace un mes, ignoraba la existencia de este objeto que como pueden ver, es poco más que un trozo de plástico. Hay que reconocer que este objeto tiene su utilidad, si bien yo solía solucionar el problema usando un cojín para amortiguar el impacto. De una manera u otra, la ventana está a salvo.
Ahora, dejad que os pregunte algo: ¿qué hubiera pasado si yo me hubiera quedado ignaro de la existencia de este gancho de plástico? Y os ruego que no me contestéis: “Hubieras seguido usando el cojín”. ¡Claro que sí! Pero esto ¿qué hubiera significado? ¿Qué hubiera implicado? Voy a contestar yo:
Hubiera significado que, para yo solucionar el problema (el choque de la ventana), hubiera seguido escogiendo la peor solución, dado que, a la larga, el cojín se hubiera arruinado por el uso impropio. Y la culpa no es de la ventana sino de mi desconocimiento.
El desconocimiento del hecho de que, a menudo, no hacemos nada para intentar ver las cosas de manera diferente; más bien nos amarramos a la seguridad de lo que conocemos. ¿Y por qué? Por miedo, el miedo a equivocarnos.
Y si esto pasa por algo tan sencillo como el gancho de plástico, ¿Qué pasaría frente a cuestiones importantes, donde las elecciones pesan y las consecuencias son inevitables?
Ahora, “el miedo a equivocarse”, de por sí, es algo natural, somos humanos. Sin embargo, al percatarnos de su presencia, sentimos cierta frustración. Se podría definir también “amargura”. La amargura que se siente también cuando se pierde la compañía de nuestro querido amigo animal.
En el fondo, su pérdida nos acuerda que nuestro tiempo es limitado y que es una lástima no vivir la vida en su plenitud por el “miedo a equivocarnos”. Bastaría con tener en cuenta la escasez de nuestros días para desarraigar este temor. Sin embargo, no lo hacemos, porque los pequeños asuntos diarios hacen más ruido de la ampolleta del tiempo, y nos distraen.
El alboroto de la vida cotidiana distorsiona nuestra visión de las cosas, haciendo que las cuestiones grandes aparezcan pequeñas y viceversa.
En estas circunstancias, nos encontramos temiéndoles a las cosas equivocadas. Y los acontecimientos dolorosos sirven para despertarnos. Nos ayudan a desvelar nuestra fragilidad y el miedo que tal conciencia conlleva.
Entonces, ¿qué hacer? ¿Hemos de dejar de tener miedo?
Sería imposible, es humano tener miedo. Evidentemente no es este el problema. Quizá, la verdadera cuestión es aprender a ser valientes. Y ahora me gustaría haceros una pregunta.
Cabe destacar que se trata de una pregunta hecha por Sócrates y cuya respuesta nos va a llevar a la solución del problema que abordamos en este texto: la pérdida de nuestro animal doméstico. Entonces, la pregunta es esta:
¿Según vosotros, “no tener miedo” y “ser valientes” es lo mismo?
Según Sócrates no, porque el miedo es el único camino para poder llegar a la valentía. Os voy a brindar un ejemplo, para esclarecer un poco más lo que quiero decir.
Imaginad que, en este momento, un león entre por aquella puerta. Creo que nadie se atrevería a correr hacia él para acariciarlo; pero es muy probable que un niño lo haga porque, en comparación con nosotros, no tiene miedo.
Ahora, ¿Esto hace el niño valiente? Obviamente, no. El niño desconoce el riesgo, lo que implica que para poder ser valientes es necesario concebir el temor; más bien, hace falta algo más, dice Sócrates. Además de estar conscientes del miedo, hace falta también la capacidad de “calcularlo” con inteligencia. Os voy a explicar lo que acabo de decir a través de un ejemplo hecho por el mismo Sócrates, en el diálogo platónico “Laques”.
Imaginad dos soldados. El primero está a punto de enfrentarse a un grupo de enemigos y, para hacerlo, empuña la espada y se lanza hacia ellos, sucumbiendo por la clara inferioridad numérica.
El segundo soldado, teniendo en cuenta la patente desventaja en la que se encuentra, opta por la retirada, aguardando la oportunidad de atacarlos en un terreno favorable, a lo mejor, respaldado por sus comilitones que le permitirían infligir un daño mayor a los atacantes y, eventualmente, derrotarlos.
Según vosotros, ¿cuál de los dos soldados es más valiente? ¿Él que desdeñando el peligro acomete unos enemigos que, evidentemente, no puede derrotar? ¿O el otro que, consciente del riesgo, elige una retirada estratégica para enfrentar a los enemigos en una condición en la que las posibilidades de éxito sean mayores?
Si no hubiera leído Sócrates yo también erigiría el primero mientras que, según el filósofo griego, hay que elegir el segundo.
Os voy a explicar por qué con una pregunta: ¿si eres un soldado que, con desprecio del peligro, menosprecia su propia vida, el amor de quienes, cada día, ruegan que vuelva a casa y no aprecia tampoco la idea de poder gozar de la paz (que paradójicamente es el fin último de la guerra), ¿cómo puedes ser valiente?
Si menosprecias las cosas más importantes que le dan sentido también a la misma lucha, significa que no le puedes temer a nada, porque no tienes nada que perder.
En cambio, el segundo soldado, que valora su vida, apreciando todo lo que esta ofrece, tiene que aprender a vivir con el miedo constantemente. Sin embargo, sigue luchando, pero lo hace con inteligencia porque defender el hogar y los seres queridos es un fin noble, bueno y hermoso que se opone al desprecio de los mismos.
Como pueden ver, en la concepción Socrática, la valentía es una fuerza del alma que no es ciega, sino acompañada por inteligencia y “mesura” basada en el “cálculo” de los riesgos con respecto a un objetivo final, por el que merece la pena arriesgarse.
Lo hemos visto en el ejemplo precedente y, por esta razón, creo que ha llegado el momento de escuchar la definición de valentía según Sócrates:
La ciencia (el conocimiento) de lo que hay que temer y lo que hay que atreverse a hacer.
En otras palabras, es la capacidad de entender cuándo merece la pena tenerle miedo a algo y cuándo, al contrario, es mejor ignorar el temor para arriesgarse; porque, como os decía antes, a menudo vivimos de manera distraída y nos encontramos temiendo a las cosas pequeñas, olvidándonos de lo que sí hay que temer.
Según Sócrates, es justo la capacidad de lograr hacer este cálculo correctamente que marca la diferencia entre valiente y cobarde.
Para explicar aún mejor lo que quiero decir os voy a presentar otro ejemplo hecho por Sócrates en el diálogo platónico: “Alcibíades I”, y aquí tenemos que volver a nuestro soldado.
Imaginad que él se encuentre en el medio de una retirada, perseguido por los enemigos, y se percate de repente que uno de sus seres queridos, un padre, un hermano o un amigo yazca en el suelo herido. Nuestro soldado tendrá que volver atrás si no quiere condenar este ser querido a un fatal desenlace. Y aquí se llega a una encrucijada:
Si él le dará la espalda, huyendo, hará una acción horrible, pero salvará su propia vida. Si, en cambio, elegirá ser noble, rescatándolo, nuestro soldado, casi seguramente morirá en el intento, junto con su padre, hermano o amigo.
Se que este ejemplo puede resultar bastante fuerte, sin embargo, es necesario para entender la definición de valentía de Sócrates y cómo esta nos puede ayudar a apaciguar el dolor que una pérdida puede provocar, también la de un animal doméstico que es el problema tratado en este texto.
Si observáis bien, la historia del soldado nos pone frente a una grande contradicción, es decir:
Dar la espalda y huir es una acción espeluznante de la que ninguno de nosotros estaría orgulloso; pero, al mismo tiempo, esta misma acción parece ser la más útil porque es la única que nos permite vivir. Entonces, se trata de algo horrible pero útil.
Por el contrario, volver atrás para salvar un ser querido es una acción buena, hermosa y noble, pero, al parecer, inútil dado que nadie se va a salvar, tanto el rescatado como el rescatista.
Ahora, para Sócrates esta contradicción no existe, porque en la moral socrática una acción fea es siempre mala y desventajosa, mientras que una acción buena siempre es hermosa y útil. ¿Por qué? Voy a esclarecerlo con una pregunta Socrática:
¿Cuál es el fin último de todas las decisiones que tomamos en nuestra vida? La felicidad, ¿verdad?
Elegimos lo que elegimos porque creemos que nos conduce hacia la felicidad. A lo mejor, durante el camino, nos damos cuenta de que nos hemos equivocado y entonces cambiamos, intentando buscar lo que nos parece mejor.
Ahora, si entre todas las opciones a vuestra disposición encontraréis una que os parece horrible y espeluznante aún antes de escogerla, ¿cómo creéis que os pueda hacer felices? Esto le da sentido a lo que hacemos.
Por esta razón, el soldado cobarde que abandonará a su padre, hermano o amigo, le temerá más a la muerte que a una larga existencia infeliz.
El otro soldado que hará la acción más hermosa, no le temerá a la muerte porque le tiene mucho más miedo a la renuncia a la felicidad.
Cabe destacar que, en la moral socrática, ningún hombre es malo. Nadie elige conscientemente ser malo, así como nadie elige conscientemente ser infeliz. Todos queremos ser felices y por esto cada uno de nosotros persigue la felicidad. Según Sócrates, si alguien no la encuentra, es porque eligió el camino equivocado, volviéndose malo.
El soldado cobarde, para decirlo con términos socráticos, hace un “error de cálculo”. Él se dejó asustar por el dolor físico que los enemigos le provocarían y por la muerte. El temor a este dolor inmediato no le permitió ver más allá y hacer la única acción buena y hermosa.
Según Sócrates, la única manera para tratar de dominar el miedo a la muerte y el dolor causado por un luto es actuar como acabo de explicar. Parece lo más sencillo del mundo, sin embargo, hemos visto como no siempre es fácil entender cuál es la mejor elección.
Dejadme terminar con una pequeña puntualización. Como hemos visto, el dolor causado por la pérdida de un animal doméstico es el síntoma de un problema más grande, o sea, el miedo a la muerte; Estar conscientes de que nuestros días son limitados y que hay que estar seguros de vivirlos bien.
Entonces, para que la filosofía Socrática pueda echarnos una mano en la vida práctica es necesario empezar desde el problema cotidiano y llegar hasta su causa más profunda, su verdadero origen. Al hacerlo, podremos estar seguros de que lograremos identificar la naturaleza del problema.
Es lo que solemos ver en una persona que padece una infección bacteriana, la cual, entre sus varios síntomas, presenta la fiebre.
Si nos enfocáramos simplemente en este último, tomando ibuprofeno o paracetamol, tendríamos por supuesto un rápido descenso de la temperatura; sin embargo, esta volvería aún más rápidamente en cuanto el efecto del medicamento termine. La razón es obvia. La causa principal no es la fiebre sino la infección bacteriana.
Este enfoque es muy común en los diálogos platónicos. Ahora os citaré un ejemplo muy esclarecedor que se encuentra en uno de los diálogos que ya mencioné, el “Alcibíades I”, en el que Sócrates habla del método empleado por el médico tracio Zalmosside para explicar, por analogía, cómo tiene que desarrollarse un discurso filosófico: desde lo más pequeño hasta lo más grande.
¿Cuál es el enfoque de Zalmosside?
Él, cuenta Sócrates, era mejor que los médicos griegos porque, en lugar de enfocarse en curar específicamente la parte del cuerpo afectada, por ejemplo, el ojo, Zalmosside curaba toda la cabeza porque, si esta no se encuentra en una buena condición, también sus partes se verán afectadas; lo mismo pasa con la cabeza. Para curarla bien, hay que asegurarse que todo el cuerpo esté bien, porque un cuerpo enfermo, afectará todas sus partes. Y para hacer que el cuerpo esté bien, hará falta curar el alma.
Cabe destacar que esta visión tiene que contextualizarse, porque está directamente relacionada con el conocimiento que la medicina griega tenía en aquel entonces. Además, cuando se habla de alma, no hay que entenderla en un sentido metafísico sino físico. En otras palabras, la concepción cristiana del alma y la de la Grecia antigua, son totalmente diferentes.