Antes de leer, ¡ve este video!
Coke commercial, old guy has a good life
El video hace sonreír porque muestra a un hombre que ya no quiere escatimar un segundo de su vida en hacer lo que siempre ha querido hacer. Se trata, evidentemente, de cosas que suelen hacer los chicos y, si bien es resabida la frase “mejor tarde que nunca”, ninguno de nosotros esperaría llegar a la edad de 80 años para confesar sus sentimientos a alguien.
Y, tras haber llegado a esta edad, se ganaría la libertad de entrar en una colonia de nudistas sin alguna libido, o sea, con la misma actitud con la que se suele entrar en una iglesia.
Las escenas de las gemelas, del toro, del tatuaje no nos dejarían indiferentes ni siquiera si el protagonista tuviese veinte años, sin embargo, si en lugar de un joven hay una persona con el cuádruple de los años, todos estos actos se convierten en una mezcla de heroísmo e ironía frente a la cual es imposible no sonreírse.
Nos guste o no, hay una edad adecuada para cada acción y cuando el espíritu de un hombre es mucho más joven que el cuerpo que lo alberga se crea un divertido contraste al que no estamos acostumbrados. Y lo demostraré con un pequeño experimento social.
Imagínense que la misma persona del video, en un momento de euforia, pegase unos chicles a los timbres de un edificio, haciéndolos sonar incesantemente, y después se quedara justo en frente al portón en lugar de escaparse. Según vosotros, los desventurados copropietarios, precipitándose al portón, cuando darán con el anciano señor al lado de un grupo de jovencitos de vuelta a casa después de la escuela, ¿de quienes sospecharán?
Como pueden ver, el tiempo nos manda calladamente y nosotros aún más calladamente obedecemos, haciendo que nuestras acciones sigan más o menos el mismo paso de los años. Entonces, preguntémonos:
Si podemos imaginar una edad apta para una noche de sexo desenfrenado y una para tirarse desde un trampolín olímpico de 10 metros de altura, ¿podemos también imaginar una edad justa para amar? ¿hay esta edad? Y, si hay, ¿cuándo empieza y cuándo termina? ¿Y por qué ciertos amores se desvanecen y otros duran una vida?
Es importante entenderlo ya que hemos visto que el tiempo nos transforma y, transformándonos, cambia también lo que queremos o podemos hacer. Vamos a intentar contestar juntos a estas preguntas recurriendo a la ayuda de los filósofos griegos que, hace más de dos mil años, contestaron a esta pregunta para que nosotros las personas normales pudiéramos vivir felizmente.
Sin embargo, desafortunadamente, las palabras, por muy sabias que sean, tienden a ser olvidadas justo por los que más las necesitan y es por esta razón que estamos aquí, para recordarlas y hacer que nos ayuden en nuestra cotidianidad.
Entonces, volvamos a nuestro tema, “la edad para amar”. En el fondo, es como preguntar si hay una edad para ser felices, ¿no? ¿Acaso no es la esperanza de alcanzar la felicidad lo que nos empuja a compartir nuestra vida con alguien?
Ahora, si no hay una edad en la que se renuncia a la esperanza de ser felices, significa que no hay tampoco una eded en la que se puede dejar de amar. Parece obvio, pero es algo de lo que no nos concienciamos. Somos inconscientes.
Y lo somos cada vez que, mirándonos al espejo y observando el paso del tiempo sobre nosotros, sentimos inquietud. Creemos que los sentimientos, también los más nobles, como el amor, pueden desvanecerse mientras que cambian al igual que nosotros, si bien no nos damos cuenta. Voy a explicarlo mejor.
El filósofo griego Heráclito dijo:
“No nos podemos bañar dos veces en el mismo río, nosotros mismos somos y no somos”.
Sabemos que, por más que un río siempre está en el mismo sitio, su agua discurre continuamente, por lo tanto, el agua que nos bañará nunca será la misma, si bien el río seguirá siempre en el mismo sitio. Nosotros nos portamos exactamente de la misma manera.
Nuestra identidad sigue constante, si nos paramos un segundo, somos capaces de recorrer mentalmente las etapas de nuestra vida, pero, al hacerlo, nos damos cuenta de que, durante nuestra vida, nos hemos renovado una miríada de veces.
Los deseos de cuando teníamos diez años ya no están; tampoco están aquellos miedos y convicciones. Han desaparecido para hacer sitio a nuevos deseos, nuevos miedos, nuevas convicciones. Y todo pasaba mientras que un cuerpo de un niño de diez años desaparecía para convertirse en un hombre. Somos como un árbol que para vivir ha de dejar caer sus hojas, para que las nuevas puedan brotar.
El amor no es diferente de nosotros o el árbol. Él dura a lo largo del tiempo, pero no al igual que un diamante, sino en la única manera que se les otorga a los seres vivientes, cambiando para seguir siendo los mismos.
Ahora, entre nosotros y el árbol hay una diferencia, el árbol, por ser una planta, no se asusta cuando sus hojas se vuelven secas y amarillentas y caen. Su ventaja es no poderse mirar al espejo.
Nosotros no. Por supuesto que nos miramos al espejo y vemos el tiempo que pasa sobre nosotros y esto, inevitablemente, genera inquietud. Una inquietud que nos impide observar, en su totalidad, el continuo proceso de renovación que se desempeña en cada uno de nosotros. Asustados, nos enfocamos en las hojas que caen y no en los brotes. Y esto porque, mientras que las hojas de un árbol renacen siempre idénticas a las precedentes, las nuestras no, siempre nacen de forma nueva. Y esto nos lleva a conclusiones equivocadas.
Nosotros nunca renacemos de la misma manera, no sentimos el placer de la misma manera y no podemos amar siempre de la misma manera, pero esto no significa no amar más, sino adaptarse al paso del tiempo.
Obviamente la experiencia nos enseña que no todas las relaciones aguantan el tiempo, más bien muchas de ellas se desmoronan. ¿Y por qué? ¿Qué nos puede ayudar a hacer nuestras relaciones más duraderas?
Respuesta: cuando dije que nuestras acciones tienen que adaptarse al paso del tiempo, no añadí que este proceso no es automático, sino que presupone la voluntad de reconocer la realidad de constante cambio en la que nos encontramos y actuar conforme a esta última.
Si nuestros abuelos nunca se hicieron tatuar la escita “El Diablo Loco” en el pecho con caracteres góticos, al igual que el señor de la publicidad, no ha sido por un automatismo, sino por una elección consciente. En este caso, estamos hablando de una decisión descontada, pero no siempre es el caso. En el amor, por ejemplo, las elecciones son todo menos que obvias.
Suena obvio decir que lo que nos empuja a querer a alguien es la esperanza de poder ser feliz a su lado. Todos lo hacemos. Lo que marca la diferencia entre cada persona es la naturaleza de este vínculo. En otras palabras, no todos queremos de la misma manera y por la misma razón. Lograrla a entender y decodificarla, nos ayudaría mucho en nuestra vida sentimental.
Podría dilatarme haciendo una lista interminable de razones por las cuales la gente se enamora, sin embargo, para hacer un resumen, basta con decir que en la filosofía griega se identifican dos maneras de amar. Uno egoísta y uno basado en el amor hacia sí mismos.
Nosotros estamos acostumbrados a creer que ser egoístas y amar a sí mismos es la misma cosa, sin embargo, para los filósofos griegos se trata de dos opuestos.
A menudo se dice que, para quererse, hay que ser egoístas:
“¡No se puede conceder todo a los demás, tenemos que guardar una parte de nosotros para nosotros mismos, para defendernos!”.
Más o menos es así que se trata de justificar el egoísmo, como algo “feo pero necesario” para nuestra felicidad. Cabe destacar que es una postura bastante compartible, es aquel tipo de opiniones que se desmiente mucho más antes con los hechos que con las palabras.
Pensemos en nosotros, podemos intentar justificar el egoísmo de manera verosímilmente lógica, pero, en la vida práctica, todos admiramos la generosidad mientras que a nadie le gustaría estar con un egoísta.
Si las circunstancias nos obligaran a confiar nuestros bienes a alguien, por razones obvias, el generoso nos parecería la mejor opción porque antepone los intereses de los demás a los suyos. Más la persona será generosa, más nos sentiremos tutelados. Con el egoísta pasaría lo contrario, él trata de sacar la mayor ventaja para sí desde cada situación y, si lo considera necesario, la hará en detrimento de los demás.
Sin embargo, al confiar nuestros bienes al generoso, en nuestra mente estaríamos pensando: “Pobre idiota, para ayudar a mí y a todo el mundo, descuidas tus intereses y acabarás mal. De todos modos, te agradezco tu generosidad”.
Como podéis ver, parece que haya un contraste insanable entre nuestra manera de concebir el egoísmo y la generosidad, pero, según Platón, se trata de un contraste aparente que en realidad no existe. Es decir que tenemos dos maneras para cuidar nuestros intereses: el primero es portarse como un egoísta y el otro es amarse a sí mismos. Entonces preguntémonos: ¿Qué diferencia hay entre estas dos opciones en la vida práctica?
Es simple. El egoísta cree que es un utilitarista, anteponiendo siempre a sí mismo en lugar que a los demás, pero, en realidad lo que hace es hacerse daño con sus propias manos y también a las personas que estén a su alcance. En cambio, quien ama a sí mismo, se esmera para ayudar a las personas y, al hacerlo, alcanza su propia felicidad.
Vamos a ver como estas dos actitudes afectan las historias de amor.
Una pareja egoísta que saca provecho de todo y todos, verá en su “media naranja” una serie de cualidades y defectos y hará un balance en el que lo positivo tiene que ser mayor que lo negativo. Además, las cualidades tienen que responder a las exigencias que él o ella considera ser sus prioridades en un determinado momento de su vida.
Si amará la hermosura física y otros placeres, una persona hermosa y rica será seguramente un buen encaje. Si el amante, por ejemplo, ya es hermoso y rico y, en virtud de sus cualidades, ya habrá gozado de la hermosura y de otros placeres, tendrá dos opciones por elegir.
Podrá hartarse, como se sacia quien durante demasiado tiempo siempre ha estado comiendo los mismos platos, y empezar a desear que alguien lo ame no por lo que tiene sino por lo que es; en caso contrario, enamorado hasta el final de la hermosura y todos los demás gozos, se agarrará a estos, aun cuando su cuerpo, debido al paso del tiempo, podrá gozar cada vez menos. Y esto, inevitablemente, tendrá consecuencias en la relación. Lo hemos visto con Heráclito: el tiempo nos transforma y a nosotros nos corresponde actuar siguiendo su paso.
Ahora, yo solamente os propuse un ejemplo de pareja egoísta que ve en la otra persona ventajas útiles para satisfacer sus exigencias. Naturalmente, los casos son infinitos.
Cabe subrayar algo que quizás os podría resultar paradójico. Según la filosofía platónica, ver a la pareja como “una mitad” que lo completa es una peculiaridad del egoísta. Es claro que una persona, cambiando en los años, cambia también sus deseos y necesidades y nadie garantiza que la otra pareja encaje perfectamente, dado que ella también no está exenta del paso del tiempo. Si las dos mitades empezarán a no encajar, habrá fricciones y estas crecerán a medida que las dos mitades se volverán asimétricas.
En cambio, la pareja que se ama a sí misma, no ve el otro como “su mitad”, o media naranja, sino como el camino para mejorar a sí mismo. Ahora quisiera enseñarle algo al respecto, se trata de una escena de la película Mejor…imposible del 1997. Me gusta porque es una ayuda valiosa para entender el concepto.
Mejor… Imposible (1997) – Tú haces que quiera ser mejor persona
Enfoquémonos en la frase: “tú haces que quiera ser mejor persona”.
¿Cuándo una persona nos ayuda a ser mejores? Cuando el móvil de nuestro actuar es nuestra pareja y desempeñándose por ella vamos mejorando nuestro ser. Cuando la relación se pivota en este vínculo es muy fácil que se adapte al paso del tiempo ya que prescinde de unas calidades específicas que una persona pueda tener en un determinado momento de su vida. Todas las ventajas prácticas, como la hermosura, la riqueza, la compañía que conjura la soledad pierden su vigor con el tiempo. En el momento en el que la pareja logra ir más allá de estos elementos, que en la fase inicial de la relación son necesarios, podrá identificar su bien con lo de la persona amada y vivir los cambios de la relación de manera consciente y gozar de un amor duradero.